jueves, 9 de agosto de 2012

Ver el VW significaba el fin de todo

Y continúo con mis textos de Bee y el libro de Violetas de Abril, los mejores de mi colección.
Era muy tarde; Bee ya se había acostado. Colgué mi jersey y miré mis manos vacías. «Mi bolso. Mi bolso. ¿Dónde está mi bolso?» Repasé mentalmente los lugares donde había estado. El coche de Greg, la roca, el restaurante. Sí, el restaurante, debió de quedar debajo de la mesa, donde lo había dejado. Miré por la ventana. El coche de Greg se había marchado hacía rato. Entonces, cogí las llaves de Bee que estaban colgadas en la cocina.

Detestaba separarme de mi teléfono móvil

«No le va a importar que yo me lleve su coche», pensé. Si conducía deprisa, podía llegar al restaurante antes de la hora de cierre. El Volkswagen respondía igual que antes, en la época del instituto, cuando yo lo conducía. Escupía y se ahogaba a cada cambio de marcha, pero logré llegar indemne al restaurante. Justo cuando abrí las puertas y entré, salía una pareja mayor.

«Qué monos», pensé. El brazo derecho del hombre rodeaba la frágil cintura de la mujer, sujetándola con firmeza cada vez que ella daba un paso. El brillo del amor iluminaba los ojos de ambos. Mi corazón lo reconoció en cuanto lo vio: era el amor que yo anhelaba. Al pasar junto a mí, el hombre me saludó tocando el ala de su sombrero y la mujer sonrió. —Buenas noches —les dije, apartándome para cederles el paso. La maître me reconoció enseguida. —Su bolso —dijo, alcanzándome mi Coach blanco—. Estaba donde usted lo dejó. —Gracias —dije, menos agradecida por haber encontrado mi bolso que por haber presenciado aquella enternecedora muestra de amor.

Ya en casa de Bee, me desvestí y me metí en la cama, bien tapada con las mantas, deseosa de seguir leyendo aquella historia de amor que había descubierto en el diario encuadernado en terciopelo rojo. Mucha gente recibía cartas de los soldados. Amy Wilson recibió por lo menos tres en una semana de su novio. Betty, en la peluquería, se jactaba de las largas cartas con flores de un soldado llamado Allan, destinado en Francia. Yo no recibí ni una sola.
No esperaba recibirlas, es cierto, pero procuraba estar en casa a las dos y cuarto cada día, pues a esa hora exactamente pasaba el cartero por nuestro portal. Quizá, pensaba. Quizá me escriba. Pero nadie tenía noticias de Elliot. Ni su madre. Ni Lila. Ni ninguna de las mujeres con quienes había salido (y fueron muchas) después de mí. Por eso, el día que llegó la carta, me quedé estupefacta.

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