martes, 31 de julio de 2012

¡El diario de nuevo en mis manos!

Ya está, me dije mientras me encaminaba a la puerta trasera. «¿Qué fue lo que lo puso tan incómodo?» —¡Espera, Emily! Jack me gritó desde la playa instantes después. Me volví. —Perdona —dijo—, me falta práctica. —Se apartó de los ojos una mecha oscura y el viento volvió a ponerla donde estaba—. No sé, ¿te gustaría venir a cenar —dijo—, a mi casa? ¿El sábado, a las siete? Me quedé mirándolo, sin atinar a abrir la boca. Me tomó unos segundos recuperar la voz, y mi cabeza. —Me encantaría —dije, asintiendo con la cabeza. —Hasta el sábado, Emily —repuso, con una amplia sonrisa. Yo había notado que Bee nos observaba desde la ventana, pero cuando entré a la casa después de pasar por el cuartito donde dejábamos los zapatos, ella había vuelto al sofá. —Veo que has conocido a Jack —dijo, con la mirada puesta en su crucigrama. —Sí —contesté—. Esta mañana, en casa de Henry. —¿En casa de Henry? —dijo, levantando la vista—. ¿Y qué hacías tú allí? Salí muy temprano a caminar y me encontré con él en la playa —dije, afectando indiferencia.

Me invitó a tomar un café

Bee parecía preocupada. —¿Qué sucede? —pregunté. Apoyó el lápiz y me miró. —Ten cuidado —dijo—, especialmente con Jack. —¿Cuidado? ¿Por qué? —Las personas no siempre son lo que aparentan —dijo, metiendo sus gafas de leer en el estuche de terciopelo azul que guardaba en la mesilla junto al sofá. —¿Qué quieres decir? Hizo caso omiso de mi pregunta, en esa forma tan característica de ella. —Bueno, ya son las doce y media —suspiró—. Es la hora de mi siesta. Se sirvió media taza de jerez. Violetas de marzo Sarah Jio —Mi medicina —me explicó guiñándome un ojo—. Te veré por la tarde, cariño. Era evidente que había algo entre Bee y Jack. Lo había adivinado en el rostro de él y lo había advertido en la voz de ella. Me recliné contra el respaldo del sofá y bostecé. Tentada por la deliciosa perspectiva de una siesta, fui al cuarto de invitados, me eché en la cama grande y me tapé con el edredón rosa que la cubría. Cogí la novela que había comprado en el aeropuerto, pero luego de batallar con dos capítulos tiré el libro al suelo. Liberé mi muñeca de la presión del reloj de pulsera —no puedo dormir con adornos de ninguna clase— y abrí el cajón para guardarlo en la mesita de noche. Pero, cuando iba a meterlo dentro, toqué algo. Era un cuaderno, una suerte de diario. Lo cogí y pasé mi mano por el lomo. Era antiguo, y su curiosa tapa de terciopelo rojo estaba muy gastada, deshilachada. Al tocarlo instantáneamente me sentí culpable. ¿Y si se trataba de un antiguo diario de Bee? Me estremecí y lo volví a poner con cuidado en su sitio dentro del cajón.

Tenía otra vez el diario en mis manos

Era demasiado irresistible. «Una ojeada a la primera página, nada más.» Las hojas, amarillentas y quebradizas, poseían esa pureza prístina que sólo puede otorgar el paso del tiempo. Examiné deprisa la primera en busca de un indicio, y lo encontré en el ángulo inferior derecho: CUADERNO DE EJERCICIOS MANUSCRITOS, en letras de imprenta negras, y la frase habitual concerniente al editor. Me acordé de un libro que había leído hacía mucho tiempo, en el cual un personaje de comienzos del siglo XX se servía de un cuaderno similar para escribir una novela. «¿Es el borrador de una novela o un diario íntimo?» Fascinada, pasé la página, extinguiendo mis sentimientos de culpa con ingentes cantidades de curiosidad. «Solo una página más y lo devuelvo a su lugar.» Me dieron palpitaciones cuando leí, en la página siguiente, las palabras escritas con la más hermosa caligrafía que había visto en mi vida: «La historia de lo que sucedió en la pequeña ciudad de una isla en 1943.

Bee nunca había escrito, al menos que yo supiera. ¿Tío Bill? No, era ciertamente una letra de mujer. ¿Por qué estaba allí... en aquel cuarto rosa? ¿Y quién se había olvidado de firmarlo, y por qué? Respiré hondo y pasé la página. «¿Qué mal podía haber en seguir leyendo unos renglones? Al comenzar el primer párrafo, ya no pude resistirme.

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